9 de abril de 2011

LA PASTORCITA

Apacible camina la Luz Clara tras su rebaño de somnolientas ovejas. Anda con la lentitud de la aurora, desafiando casi el paso imperceptible de azuladas nubes sobre los cerros escamados de florecientes terrazas, silenciosa y con cuidado de no apurarlas en su marcha desganada; las manos enredadas por detrás, como el traidor pronto a fusilar y no con mejor azar.
La vista cansada arrastrándose por el suelo y el pensamiento, lejano, le impiden descubrir los primeros rayos del día que, cual valioso regalo a su piel de tabaco, se filtran por entre las esponjosas nubes atravesando la concavidad para estrellarse contra esa carne santa y virgen; no ve el vuelo rosado de la parihuana que corta con el filo de sus alas la lasitud del cielo y arremolina el aire, como purificándolo, con su pesado aleteo. Sólo la punta gastada de sus sandalias ve, y el lomo de sus animales rezagados, los más viejos que renguean erosionados por el tiempo.
Piensa en la comodidad de la ciudad y proyecta un futuro sin la pesada carga del aguayo, en la estirpe que ha de vestir y cuidar, ¡y despedir con un beso en la frente antes de su camino a la escuela!  Imagina y huele los manjares que cocinará para un esposo intachable que, aliviado y alegre, regresará del trabajo ansioso por contar los pormenores de la jornada; siente la suavidad de aún no confeccionadas ropas, el calor de un fuego que, sin consumirse, repiquetea amistoso y benévolo bajo la hoguera de rojos ladrillos…
Humedecidos sus ojos negros, estirados como almendras, destilan la añoranza yerma de un mundo esquivo, lejano, mientras sus pies reconocen la amabilidad de un familiar llano verdoso y acolchonado donde ya la vanguardia de su rebaño pasta con desenfado; y son como grandes pelotas de trapo olvidadas por un manojo de niños.
Se sienta, pues, a la vera del camino y del llano sobre la hierba, ocultas las piernas bajo los pliegues de su pollera, a esperar que sus animales se hastíen del fresco verdor y ella de tan imponente pero austero derredor.
Y cuanto más avanza el día sobre el ruedo de la madrugada más se ensombrece su mirada, como si en esos ojos infieles fueran a refugiarse las tinieblas y allí, vistiendo su espíritu disconforme e inquieto, allí echaran negras raíces poderosas como cadenas.
Teje la araña su trampa a la sombra de un cómplice eucalipto y la pastorcita sus trenzas, descuidadas sus manos autómatas hacen y deshacen; y es como una Penélope funesta combatiendo el hastío impalpable con las manos. Canta la alegría en los gorriones, grita el placer subiendo desde la costa en los balidos de una cabra y el desconsuelo y el encono bailan, convulsos, la danza de la victoria sobre la jovencita. Mientras, del otro lado de la isla, comienzan a tremolar, tímidos, los primeros suspiros de una quena que parece un canto, un himno apasionado a Wiracocha, al Tata Inti o los espíritus del Lago… Pero no, ella conoce esa melodía, es la quena de su prometido al que no quiere y la interpreta, válidamente, como un réquiem a la vida, el suspiro de la muerte.
Mas pronto cobra su mirada el vigor de un espíritu decidido, brillan sus ojos con el fulgor de la vida que resurge o resucita y comienza a andar con paso firme y seguro al ritmo redoblado de la caña silbante y, dejando atrás su rebaño, corre hasta el lomo escarpado del cerro y  salta hacia las aguas sagradas del Lago para co-fundirse en un nado eterno.
Con los brazos y las piernas abiertas cae y siente cómo el aire presiona su carne –talvez  intentando detener su precipitado designio- y sonríe, sonríe mientras ve las aguas de plata fundida por el soplo del Tata que solemnes la esperan como una luz clara, silenciosas para recibirla y protegerla por siempre. Suena el último quejido de la caña tras el cerro y al enamorado que llama:
- ¡Luz Clara, Luz Clara! ¿Dónde estás, morenita?

Andrés Bonvin